El 20 de septiembre recibimos una llamada de la oficina militar. Nos convocaron para la mañana siguiente. Para que recogiéramos a Liosha. Dijeron que lo traían.
Pasé la noche en vela. Su madre y yo preparamos la mesa. Cuando tendí la cama me eché a llorar. Pensé: «¡Por fin, Dios mío!». ¿Sabe qué pensé también? Que era una suerte que hubiera pasado tan poco tiempo en la guerra, porque así había hecho poco mal. Mi padre fue veterano de la guerra de Afganistán, un «afgano». Y toda mi infancia transcurrió entre sus borracheras. En cuanto se embriagaba, se ponía como loco. Veía fantasmas por todas partes. Y cada noche mataba a gente o sentía que lo mataban a él.
De modo que pensé que era una suerte que a Liosha no lo aguardara algo así. ¿Qué podía haber visto en los tres días de guerra que había conocido?
Eso es lo que yo creía.
Trajeron a cuatro hombres, todos de nuestra región. Lo vi enseguida, antes de que bajara del autobús. Venía sentado con la cara pegada al cristal. No nos miraba. Lo recibimos con flores. Nos lo llevamos a casa. Estaba muy delgado. Nos dimos a la tarea de alimentarlo. Su madre le preparó bollos rellenos de huevo y col. Sus preferidos. Yo le preparé carne de cerdo con mayonesa servida con tomates encima: ¿conoce ese plato? Liosha se lavó, se puso ropa limpia y se sentó a la mesa. Ahí vi que había algo raro en él: comía con la mano izquierda.
Es el tipo de cosas que una no entiende enseguida. Puede que yo es que sea tonta y no me diera cuenta de lo que hacía. Me culpo por ello. Pero lo cierto es que él apartaba la mano derecha todo el tiempo. La escondía. Y se lo pregunté:
—¿Por qué comes con la zurda, Liosha?
Le tembló el mentón, dejó caer el tenedor y se fue al balcón a fumar.
Su madre me riñó: «¿Por qué preguntas? ¿Es que tienes que saberlo todo?». Liosha se fumó un pitillo y regresó a la mesa.
—¡Sírveme un trago, madre! —pidió. Y dijo—: ¡Bebamos, chicas! Y no hagamos más preguntas. Lo que pasó, ya pasó.
Bebimos. Pasamos un rato sentados a la mesa, pero la conversación no cuajaba. ¿Qué podíamos contarle nosotras? ¿Que les había nacido un hijo a Zoika y a Pasha, una pareja del colegio donde estudiamos todos? Y que a nosotros, no. Que no teníamos novedades en ese sentido. ¿Que se había muerto la tía Liuda, la tía de su madre? ¿Qué le podía importar a él todo aquello? ¿O nos íbamos a poner a hablar de política?
El caso es que estuvimos un rato sentados allí en silencio. Su madre lloraba por lo bajo. Después, bebimos un poco más y ella se marchó. Le pregunté si quería que fuéramos al dormitorio. Entramos. Yo, tonta de mí, había puesto las alianzas sobre la cama. Las había guardado en una cajita. Pensaba que era como nuestra primera noche de bodas después de lo que había pasado. Me había preparado para ella: me depilé y me lavé bien. Le había sido fiel. Y había ansiado tanto que él volviera a casa, que estuviéramos juntos de nuevo, que nos acariciáramos… Me había imaginado tantas veces el momento en el que él me pondría el anillo en el dedo… Tenía ese sueño, sí, ¿cómo lo voy a esconder? Pero todo salió mal. Liosha entró al dormitorio, vio la cajita con los anillos y me besó en la mejilla, que era como si no me besara. «Perdóname, pero me voy a dormir al diván de la cocina», me dijo. Y se fue.
Yo soy tonta, sí. ¡La más tonta del mundo! Pero no le demostré que me sentía defraudada. Lo abracé, le miré a los ojos y le dije: «Liosha, tú eres el único hombre que conozco, el hombre perfecto para mí, y te amaré como quiera que seas. Lo arreglaremos, ya verás. ¡Tú confía en mí!».
Él me escuchó, me apartó y se fue a dormir.
A la mañana siguiente fui a la cocina a preparar el desayuno. Fui en camisón, intencionadamente. El camisón más bonito que tenía, muy transparente. Me solté el pelo. Él se me acercó por detrás y me besó el cabello con una ternura muy grande, ¿sabe? Y salió a la calle.
Pensé que iba a fumar. Y también pensé que las cosas se estaban arreglando. Pero Liosha se dirigió al cobertizo que había detrás de casa. Y se colgó.
Cuando lavé su cadáver, antes del funeral, me fijé bien en todo su cuerpo: le habían cortado todos los dedos de la mano derecha. Tan solo tenía unos muñones de color lila en lugar de los dedos.
Y eso fue todo.
Llévate mi dolor, Katerina Gordéyeva.