Pero luego no serás introducido por la puerta que tú has pensado. Vas perdiendo poco a poco la cojera y el tembleque de la mano a medida que avanzas por un nuevo corredor con altas vidrieras de plomo donde navegan veleros entre olas enfurecidas y cabalgan profundos ejércitos en páramos calcinados, sangrientas cargas de caballería con alazanes encabritados en medio de nuevos de polo y fantasmales armaduras, escudos, espadas, pistolones de chispa, dagas y puñales repujados, siempre detrás del cura zanquilargo que ya no volverá a dirigirte la palabra, ni al cerrar la puerta a tu espalda. Damascos rojos en reclinatorios y almohadones, un salón de recepciones con la fulgente araña en el techo, altas estanterías de libracos, profundas butacas, un cuadro de Pío XII y un gran Santocristo en la pared, los pies sangrantes entre cirios y jarrones con flores de mareante olor.
Hundido en la butaca deslizas el peine por tus cabellos revueltos, luego con un palillo te limpias apresuradamente las uñas. Se abre una vieja y bruñida puerta de cuarterones y aparece Su Ilustrísima: capa pluvial con bonitas cenefas en los bordes delanteros, un escudo misterioso en la espalda. Avanza el prelado como una tortuga sobre la mullida alfombra y un enjambre de alegres pajaritos pía dentro de los amplios faldones de la capa. Queda sentado rígido frente a él, que se ha incorporado respetuosamente. Con la cabeza el obispo le indica que se siente, y así están, frente por frente, mirándose con dulzura. El chico espera en vano unas palabras del ilustre purpurado, pero éste guarda silencio, las manos cruzadas y ocultas bajo la capa: la misma dulce sonrisa, la misma cabezita ladeada, sus ojitos de pájaro soñador, su venerable y rosada papadita; asombroso, a pesar del negro bigotito y la tiniebla castrense en la mirada: la bondad misma. Le envuelve un olorcito a masaje Floïd. Java se enternece, sonríe desconcertado, inútilmente espera que el señor obispo le diga algo, le cuesta mucho sostener esa mirada afable y anciana, sombría y a la vez inocente. Y aparta un instante los ojos para mirar la lámpara de cuellos de cisne, las altas cortinas, los desconchados querubines de nácar, la gramola y la pila de placas sin funda. Viroláis, piensa, Salves, miseres, gorigoris al órgano.
-¿De qué parroquias eres, hijo mío? -por fin su voz nasal, trémula, abovedada, voz de Domingo de Pascua.
-Pues no lo sé, Ilustrísima. Verá. Soy de Las Ánimas, en la barriada de La Salud, pero como resulta que Las Ánimas aún no es parroquia...
-Por eso.
-Cerca de allí hay otra que llaman de Cristo Rey, en el Guinardó.
-La conozco. Parroquia de misión -una pausa, y más suave-: ¿Cómo te llamas?
-Daniel Javaloyes. Pero los amigos me llaman Java, Ilustrísima.
-Llámame Gregorio.
...
Su Ilustrísima le observa y luego dice: ¿tienes sed, hijo mío, quieres beber algo?, y su cara se ilumina, afloran dos rosas en sus todavía frescas mejillas. Podríamos tomar una copita de jerez, es digestivo. Se levanta y se desplaza con parsimonia, sus manos asoman como dos blancas ratitas entre las cenefas bordadas de la capa y corren juguetonas hacia la botella y las copas alineadas en el estante. Hinchando los carrillos sopla Su Eminencia unas motitas de polvo en el cristal de las dos copas elegidas, las llena hasta la mitad, ofrece una a Java con dedos de celebrante, levanta la suya: porque tengas un buen viaje, porque la Virgen te conceda lo que le pidas, hijo. No iré a Lourdes, Gregorio, se lamenta él, dicen que a mí no pueden llevarme. ¿Cómo es eso?, no te aflijas, yo lo arreglaré.
Sentados frente por frente y mirándose a los ojos, el jerez calentando las tripas y cosquilleando el corazón, el silencio afable se instala de nuevo entre ellos. Y tan largo se hace el silencio esta vez que ya está claro que el señor obispo espera algo, pero qué, Java rumía la urgencia de hacer o decir algo, pedirle algo, pero qué, chavales, qué...
Vuelve a levantarse el prelado, va a la gramola y escoge una placa, sopla el polvo, la coloca, roza la aguja con la yema del dedito y con sumo cuidado deja que la punta enfile el surco: La leyenda de los bosques de Viena. Y la música resuena fuerte, fortísimo y emocionante por todo el salón mientras Su Ilustrísima, de nievo sentada ante él y muy quieta, lo mira a los ojos sonriendo con dulzura, lo mira y lo mira fíjamente. Tengo que hacer algo, se dice Java, pero qué, Dios mío, qué. Y el vals endulzando el ambiente, cayendo sobre sus cabezas como una miel. Todo pasó como en un sueño. El disco seguía girando, y hasta el rasguño de la aguja en el surco, en los intervalos de silencio, tenía una solemnidad, una emoción, y Java diciéndose: has de hacer algo ahora mismo, pero ya. Y de pronto, fulminado por la evidencia, como si tuviera una revelación, Java comprende al fin, se le aclara todo. Y se levanta despacio, camina hasta el señor obispo, y ofreciéndole la mano, la palma hacia arriba, le dice:
-Eminencia Ilustrísima y Reverendísima, ¿me concede este baile?"
Juan Marsé, Si te dicen que caí.
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