La parte trasera de la casa me hizo pensar en Saint Moritz.
Me puse un chaquetón de marmotas, que no había usado desde mi último viaje a Moscú, y bajé a la calle para hacer unas fotos.
Al ver la entrada de mi casa me pareció estar en una calle de San Petersburgo...
Me puse a caminar hacia el centro, y pude ver vehículos abandonados en todas las calles. A mitad de tarde, el caos en Barcelona era total.
Al cabo de una hora de complicada caminata, empecé a notar mucho frío en un pie. Y ví, con sorpresa, que se estaba soltándo, a pedazos, la gruesa suela de goma de uno de mis descansos. Media hora más tarde ocurría lo mismo con la suela de la bota del otro pie. Algo del todo incomprensible. Me había puesto esos descansos solo dos o tres veces en mi vida. Llevaban muchos años encerrados en un armario, con la ropa de esquí. Y esa debió ser la causa del problema.
Con el paso de las horas, la cosa fue de mal en peor, y mis pies eran dos témpanos de hielo. Regresar a casa, cuesta arriba, con el viento en contra, y los pies congelados me pareció una hazaña imposible.
¿Dónde podía refugiarme? No muy lejos estaba el prestigioso parvulario Carles Riba, de mi amiga Cristina Jover. Y me dirigí hacia allí. Llamé a la puerta y me abrió Marta Nel-lo, que trabaja en el parvulario. Al ver que mis descansos se estaban descuartizando, me ofreció dos bolsas de plástico (una de Navidad del Corte Inglés y otra de una boutique de moda femenina), que me puse sobre mis mojados calcetines. Y así emprendí el regreso hacia mi casa...
Dos días antes de la nevada, el periódico La Vanguardia publicó una foto, tomada por mi, muy cerca de mi casa, que mostraba una absurda y numerosa hilera de bancos, en un lugar de paso rápido de coches, donde nadie se sienta nunca, razón por la que yo denunciaba ese despilfarro en mobiliario urbano. Como un castigo del cielo, me ví obligado a sentarme, y a estrenar uno de aquellos bancos, tan criticados por mí en La Vanguardia, para poder despojarme, definitivamente, de mi maltrecho calzado, y continuar mi periplo con tan solo dos bolsas de plástico protegiendo mis pies.
Mi elegante chaquetón de marmotas, totalmente empapado, había perdido su glamour por completo y parecía un perro que se había caído a una piscina.
Estando sentado en el banco, con un deplorable aspecto de mendigo sin techo, con mis botas destrozadas y tiradas a un lado, cara de agotamiento, y la nariz como un tomate, se me acercó una señora y, con expresión de profunda pena, me dió una limosna.
Cuando vi aquellas dos monedas sobre mi guante empapado, se me escapó una carcajada. Y le dije: "¡Hey, Señora!, estírese un poco más, que estaba pensando en irme, esta noche, a dormir al Ritz".
"¡Sinvergüenza! ¡Gamberro! ¡Chorizo!", me gritó con razón aquel alma caritativa, alejándose sobre la nieve, totalmente arrepentida de su dadivoso gesto."
Carlos Martorell, Hola.com. Nevada caótica en Barcelona.
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