Carlos Santos se retira al cuarto de baño a tomarse la pastilla. Observo que la luz ha cambiado. El sol ya no da directamente en la ventana, como cuando llegamos al hotel (sobre las 4.30 de la tarde), pero la habitación me sigue pareciendo alegre. Soy yo el que está sombrío, sobrecogido. Mientras espero su regreso, releo la carta que ha escrito para la Policía Local de Madrid, donde pide que notifiquen su defunción a la dueña de la pensión donde vive, en Málaga, a fin de que "como no tengo familia ni herederos, disponga de mis pertenencias, ropa, etc., como quiera". Tras la firma, añade una suerte de posdata rogando que retiren de la vía pública su coche "antes de que lo rompan o lo destrocen". Como se retrasa, repaso también la carta al juez, donde tras resumir sus padecimientos y detallar el futuro terrible que le espera a medida que avance la enfermedad (descontrol absoluto de esfínteres, dolores intensísimos, parálisis y muerte), afirma que su voluntad de morir es fruto de sus valores y que nadie le ha inducido a adoptar esta decisión que toma de manera "libre, voluntariamente, sin que ninguna persona tenga que cooperar de forma necesaria, directa o indirectamente para, para llevarla a cabo".
Juan José Millás, El País Semanal. Son 15 minutos. Dejas de respirar. Y fuera.
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