De vez en cuando sentía el deseo de irse a algún sitio, de desaparecer por completo, e incluso un lugar oscuro y desierto le habría atraído si pudiera quedarse solo con sus pensamientos y nadie supiera dónde encontrarle. O, cuando menos, estar en su propia casa, en la terraza, con tal que no hubiese nadie allí, ni Lebdevev ni los niños, y echarse en el sofá, sepultando la cabeza en el cojín, y pasar de ese modo un día, una noche, y otro día. Había momentos en que soñaba con las montañas y, en particular, con cierto lugar que siempre le agradaba recordar, adonde siempre le había gustado ir cuando todavía vivía allí y miraba la aldea, el hilo blanco, apenas visible de la catarata allá abajo, las nubes blancas y las ruinas del viejo castillo. ¡Oh, cuánto anhelaba estar allí ahora y pensar en sólo una cosa –nada más que en esa cosa durante toda su vida, porque había bastante para pensar en ella mil años! ¡Y aquí que se olvidaran de él, que se olvidaran de él por completo! ¡Oh, eso era necesario, y hubiera sido mejor que no le hubiesen conocido en absoluto, y que todo esto no hubiera sido más que un sueño!
Fiodor Dostoyevski, El idiota.
Fiodor Dostoyevski, El idiota.
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