"Reducido a la pobreza y a la humillación entre los pobres y los humillados, aparto de mi abrumada frente esta Corona imperial que el Jefe de mi Casa recogió de entre los huesos de Carlomagno y la ciño sobre la testa de su victorioso monarca a fin de que Europa, mañana por la mañana o por la tarde, no sea expuesta al vértigo, perdiendo para siempre la misteriosa cuenta de sus Emperadores...
Recuerde únicamente que se trata de una limosna y que solamente yo, entre todos los seres humanos, puedo darla. Es la limosna al obrero de la undécima hora, a la Prusia advenediza que seguía adorando a ídolos cuando todo el Occidente cristiano llevaba combatiendo siglos.
Agónico y derrotado depositario de este Signo de dominación, lo cedo gustosamente a quien ha sido señalado para sustituirme. Si mi linaje proscrito y mi hijo único me sucede un día, él sabrá recuperarla con la ayuda de Dios...
[...]
Bismarck enmudeció por completo, ensimismado y acaso en una actitud auténticamente respetuosa por primera vez en su vida.
Como si se despertase de una pesadilla, Napoleón se pasó varias veces la mano por la frente, tomó un cigarrillo de su pitillera de oro, lo encendió tranquilamente y, mirando con extremada dulzura al Canciller del futuro Imperio de Alemania, se rebajó a sentarse a su lado, sobre un banco situado en el exterior de la casa, cerca de un florido huerto de patatas sobre el que una alegre alondra concluía su canción de las Galias.
Léon Bloy, Cuentos de guerra.
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