Dicho esto, gustándose, Jesús Aguirre encendió otro extrafino de Winston y estiró las piernas en la cama turca envuelto en humo. Entonces me fijé en sus zapatos. Nunca había visto que zapatos de esa clase los calzara nadie en este perro mundo. Tenían el empeine de lonilla color manteca con horma y remaches de cuero marrón arañado y cordones con botonaduras doradas. Estaban elegantemente gastados. Zapatos de esa hechura sólo pudo haberles llevado algún millonario exquisito de entreguerras en la Promenade des Anglais en Niza, acompañado de una dama con pamela y un caniche en brazos, instalados en el hotel Negresco. Me parecía poco apropiado interesarme en ese momento por el origen del calzado, pero cuando Jesús Aguirre me preguntó si quería contemplar el famoso retrató de Cayetana de Alba, pintado por Goya, o leer la carta autógrafa de Cristóbal Colón y el testamento de Felipe II o tener en mis manos la primera edición del Quijote,que se conservaban en el archivo de la familia, le dije que prefería que me mostrara primero su fondo de armario.
No lo dudó un segundo. Junto con el escritor Juan García Hortelano le seguí los pasos por varios salones en penumbra, que era como hacer espeleología en la gruta del gran dragón. Desde los óleos de las paredes algunos próceres, que el duque ya había comenzado a interiorizar como sus propios antepasados, tal vez nos acompañaban también con la mirada. En la intimidad de unas estancias privadas había un gran vestidor forrado de caoba. En una tabla al pie de las cajoneras se alineaban varias docenas de zapatos, podían ser cincuenta o cien, entre ellos algunos pares de terciopelo en forma de botines de media caña como los que calzaban los pajes de Lorenzo el Magnífico en Florencia, según aparecen en el cuadro de Gozzoli El cortejo de los Reyes Magos. Eran los zapatos del padre de Cayetana, que fue embajador en Londres al que Jesús llamaba su suegro con absoluto desparpajo. Abrió el primer armario y apareció un mono color azul mahón desgastado. "Jacobo, mi suegro, el embajador, era muy elegante. En Londres, durante la guerra, en la embajada cenaba siempre con esmoquin. Cuando empezaba el bombardeo, los famosos V-2, entraba el mayordomo, le ayudaba a quitarse el esmoquin y le ponía este mono de obrero por si se desplomaba el techo, le cubría la cabeza con un casco de acero y seguía cenando como si nada. A veces me visto con este mono para escribir los artículos de ElPaís."
Manuel Vicent, Aguirre, El Magnífico.
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