Sobre los muebles había algunos de esos horrendos animales de Coppenhague, que parecen naturales, demasiado reales, tan grises, tan tontos, como fotografías esculpidas. (De hecho, llegaron al mundo al tiempo que la fotografía). Eran los regalos de la baronesa Salomon de Rotschild que, no sé por qué, era la madrina de Jacques [Bizet, hijo del compositor]. Como siempre le daba uno a primeros de año, uno por el aniversario de boda, uno en Pascua y uno por su santo, el apartamento parecía un corral o un gallinero y cuando, por alguna exótica fantasía, con motivo de alguna fiesta llegaba un león, una pantera o un par de elefantes, el gallinero se convertía en un jardín zoológico. La decoración del apartamento del boulevard Malesherbes se hizo, hacia 1905, en estilo metropolitano, con maderas por doquier en las que recostaban flores de cobre con en el centro un esmalte azul pálido.
Jacques Bizet, siempre silencioso, se paseaba de habitación en habitación; a veces sacaba un revólver del bolsillo y luego iba a ponerse una inyección de morfina. Cuando esto no lo remontaba bastante, bebía a grandes sorbos media botella de codeína.
[...]
Una mañana, cargó el revólver, disparó por la ventana para demostrarme que estaba bien cargado y me puso el cañón en la boca, directo al paladar. Luego me puso el índice en el gatillo y me dijo:
–Cuando estés harto de la vida, así tendrás que matarte. Es infalible y no se siente nada.
Fue una casualidad que no muriera esa mañana.
Y así, poco tiempo después, se retiró de este mundo. Cuando fui a ver el cuerpo, lo encontré tendido bajo una sábana limpia, con un ramo de violetas sobre el pecho. El agujero que la bala había hecho en el cráneo no se veía. ¡Qué joven y guapo estaba! Sus rasgos poseían una gran nobleza y le devolvían su dignidad de hombre. Parecía realmente que su alma había regresado a vivir con él.
Así murió el único hombre que conocí de verdad y que fue para mi como una especie de padre.
[...]
La muerte de Jacques me estremeció y cuando supe que, instantes antes de su muerte, había escrito sus últimas voluntades y que se había olvidado de mí, sentí una pena que me sería imposible escribir.
[...]
La frivolidad que le habíamos arrancado a nuestras madres, la atmósfera de «vacaciones de verano» como decía Radiguet que impregnó nuestros años de escuela, el ruido de los besos, el olor a esperma, el tintineo de las piezas de dinero fácil, la costumbre de venerar a una multitud de héroes, la relajación de las costumbres que sigue a una gran prueba humana, todo concurría para hacer de los muchachos de posguerra unos seres alegres, ligeros, frívolos, fáciles, entusiastas, admirativos y bastante amorales. La vida no se conquistaba: se saqueaba como una ciudad ocupada.
Maurice Sachs,
El sabbat.