Todo se ha perdido, incluso el honor. Con este retoque de una frase histórica, podría resumirse el desastroso final del primer ensayo autonomista realizado en Cataluña. Las Cortes de la República acaban de rematarlo: el Estatuto quedó suspenso sine die. Y son muchísimos los catalanes que, en su inmenso estupor, andan ahora preocupados en descubrir la causa esencial, la más profunda, de tamaña catástrofe.
Unos, tal vez la mayoría, aun no aciertan a explicársela. Otros la atribuyen a determinadas personas, exclusivamente. Estos creen que los culpables son sus enemigos políticos. Los de más allá opinan que hubo mala suerte, como en una partida de naipes. Y son muy numerosos los que creen en brujas, es decir, los que hablan de misterios, traiciones y dobles fondos. No diré yo que todos esos pareceres, incluso los más fantásticos, no tengan su punto de razón. Se irán sabiendo algunas cosas extraordinarias y es posible que algún día se aclaren otras sensacionales. En un desatino tan formidable como el del 6 de octubre, hay campo para todo. Pero el conjunto de esas opiniones, de esos vagos rumores y esas crónicas subterráneas, revela nada más, a mi juicio, que continúa, perdida en lo secundario, la fatal desorientación de nuestra conciencia pública, y que en Cataluña todavía no hemos sabido remontarnos por encima de nuestro tremendo infortunio, para dominarlo en su plenitud y aprender en su amarga enseñanza. Por esto yo voy a procurar hacerlo solitariamente –como siempre–, y gritar desde aquí a todos mis compatriotas: «¡Alerta, catalanes! No os dejéis llevar de los personalismos v los partidismos, tan tentadores y fáciles porque a cada uno de nosotros nos lo explican todo, sin acusarnos de nada. Desconfiad de las explicaciones tenebrosas y melodramáticas. La culpa capital, la causa suprema de nuestra desventura, se debe a nosotros, a los catalanes todos, a Cataluña en peso, y muy en especial a sus partidos políticos más representativos. ¡Esta es la única explicación satisfactoria y profunda! ¡Esta es la pura verdad!».
O la implantación de un régimen autonómico en España era una tontería política, una empresa descabellada, sin pies ni cabeza, o era una cosa seria, nueva, y, por lo tanto, ardua, difícil. Si era una bellaquería, no hablemos más de ella: fracasó, y basta. Pero si era algo considerable –y eso parece ser, desde el momento en que, a pesar del contratiempo sufrido, toda Cataluña y toda España continúan pendientes del problema autonómico–, entonces la más elemental de las previsiones aconsejaba una unanimidad perfecta, un tacto exquisito y una prudencia infinita en los encargados de efectuar el ensayo, siquiera hasta el momento en que viesen plenamente establecida y consolidada su obra. El proyecto de llevar a cabo nada menos que la trasmutación del sentimiento político, en un viejo país como España; el intento de cambiar un armazón estatal y una conciencia colectiva, tradicional y secularmente centralista, en un nuevo, delicado y complejo organismo de sensibilidad autonómica; la pretensión de sacar lo que nuestros mejores maestros llamaron una «patria nueva», una «España nueva», de las ruinas de la España vieja: todo esto era algo tan formidable, tan temible, tan ambicioso humanamente hablando, tan desmesurado en comparación de las fuerzas normales de los pueblos, incluso de los mejor dotados, que todos los catalanes, en masa, al ver que por una extraña e inmerecida suerte el destino nos deparaba la ocasión única de emprender una empresa política de tal envergadura, debíamos haber caído de rodillas, para rogar a Dios nos infundiera el colosal aliento y las luces indispensables para realizarla. Poquísimos pueblos en el mundo se habrán encontrado en circunstancias tan favorables, o habrán tenido una coyuntura tan propicia, para convertir en realidades sus ensueños políticos, como las de que gozó Cataluña, inesperadamente, en el seno de la hermandad hispánica, tras el cambio de régimen y la concesión del Estatuto autonómico. Administrando poco a poco, con tiento y lucidez, esos dos regalos del destino, en pocos años Cataluña se habría convertido, no ya en el amo, que eso, además de feo, era peligrosísimo, sino en el ídolo de España, en el centro de su renovación política, en el espejo de su conducta pública y en el foco de su admiración popular.
Mas para eso se necesitaban dos cosas: primera, que los catalanes todos, sin distinción alguna, compenetrados en un bloque, arrimásemos ardorosamente el hombro a la gran empresa común; y segunda, que desde el primer momento buscásemos con verdadero empeño, con amoroso proselitismo, el mayor número posible de colaboraciones en el resto de España. Y no hicimos ni una cosa ni otra, sino todo lo contrario. Eso de transformar a España en otra España, no era cosa de broma. Lo advertía yo en estas columnas, y clarísimarnente, el 8 de junio pasado. Se me permitirá que me cite a mí mismo, porque es el único consuelo de los que predicaron en desierto. La enorme dificultad de transformar a España —decía yo entonces— «es la razón, la irrefutable razón por la cual a mí, que tuve la suerte o la desgracia de nacer en Cataluña, me desazona infinitamente la terrible discordia que desde 1931 impera entre los catalanes. La encuentro tan estúpida, que no la entiendo. La fortuna, más que nuestros propios méritos, nos ha deparado una coyuntura única, históricamente rarísima, para recobrarnos y fortalecernos. Y la estamos empleando en dividirnos. Pasarán ahora cincuenta años, tal vez más, durante los cuales la pugna entre las dos concepciones peninsulares, la nuestra y la ajena, será más fuerte, más difícil que nunca: será, probablemente, decisiva. Castilla, con su indestructible espíritu y la inmensa ventaja del número, de las posiciones ocupadas y la influencia adquirida, procurará –y obrará perfectísimamente— hacer triunfar su inalterable sentir. Y no hay ninguna seguridad de que los catalanes. —en «handicap» notorio, como dicen los deportistas—, ni aun férreamente unidos todos, unánimes, podamos contrarrestar la concepción adversa y hacer que vaya extendiéndose y afirmándose la nuestra por tierras de España. ¿Qué será, pues, de nosotros, si empezamos por destrozarnos fratricidamente?».
Ahora lo estamos viendo. Cataluña ha pasado de la cabeza a la cola, del primero al último lugar de España. Y esto ha ocurrido, pura y simplemente, porque los catalanes no hemos sabido ni siquiera entendernos entre nosotros mismos. ¿Cómo, pues, podía ser que nos entendiesen y acompañasen los restantes españoles? Y si España no podía entendernos, ya que la misma Cataluña era una olla de grillos, ¿cómo iba Cataluña a trasformar a España? ¿De dónde saldría la «España nueva» que soñábamos? ¡Claro está! En vez de Cataluña informando una España nueva, al despertar de la estúpida pesadilla nos encontramos con que es lo más viejo de España, lo que está otra vez intentando dar su forma a la Cataluña nueva. Justo castigo a nuestra espantosa imbecilidad, a nuestra abominable discordia. Hay, a estas horas, en la situación de nuestros dos principales partidos políticos, un aleccionamiento insuperable. El uno y el otro aparecen en esa cruda y sarcástica postura que ofrecen las cosas de los hombres cuando, por imprevisión o ceguera, chocan duramente contra la realidad. El partido, o conjunción de partidos, que representaba la masa mayoritaria de Cataluña, embriagado con su propia fuerza, estuvo desoyendo y despreciando durante meses y años las más claras señales, los más cuerdos avisos. Nadie le disparó: fue él mismo quien se iba acercando velozmente, sordo y ciego, al gran despeñadero. La prudente y habilísima conducta del Gobierno Samper –a quien se hará justicia con el tiempo– consistió por entero en no querer entrar en colisión con esa vertiginosa locura suicida que gobernaba en Cataluña, y en negarse a agredirla, limitándose a esquivar sus furiosas e insensatas embestidas, dejando que ella misma, ella sola, se precipitase al abismo. Y así acabó, como todos sabemos. Pero el otro partido, que, obrando también partidistamente, no tuvo durante mucho tiempo más obsesión que la de descartar a su rival, fuese como fuese, aunque se estrellara, en la creencia de que habría de heredar su túnica y repartirse sus despojos, una vez ocurrida la catástrofe tan anhelada se ha encontrado con que... no señor: los despojos se los quedan y reparten unos avispados vecinos. No hay en la historia política de la España contemporánea una burla más cruel, un desencanto mayor ni un tan elocuente e instructivo fiasco, como los que acaban de experimentar los dos grandes partidos de Cataluña. Estuvieron a matar por el gobierno del país. Y cuando, efectivamente, uno de ellos sucumbe, el gobierno no se lo queda ni el muerto ni el vivo. El gobierno se lo apropia, descartándoles a ambos, un tercero que se aprovecha de la debilidad de los dos.
Nos ha faltado grandeza de alma y altura de visión a los catalanes todos. Aquella maldita —maldita, porque es, ¡ay!, innegable— avara povertá, que nos echó ya en cara el Dante, ha seguido actuando en nuestro seno, a siete siglos de distancia. La historia puso en nuestras manos un gran momento, como un bloque de mármol para labrarnos una estatua, y lo hemos pulverizado miserablemente. La suerte nos deparó una ocasión única para demostrar nuestra capacidad colectiva, nuestra unanimidad racial, y la hemos empleado en ofrecer al mundo el modelo de la más asquerosa y fratricida discordia. Teníamos una coyuntura insuperable para hacernos amar de España entera, para atraernos las simpatías y ganarnos la colaboración de infinidad de hermanos nuestros, empleándonos a fondo en una obra de elevación y engrandecimiento nacional, en el levantamiento de una «España nueva»; y hemos acabado ahuyentando a todos nuestros amigos no catalanes, haciéndoles avergonzar y arrepentir de serlo, causándoles incluso tremendas heridas, y teniendo nosotros que pasar, a los ojos de la mayoría de los peninsulares, por torpes y ridículos separatistas.
No busquemos, pues, ninguna explicación absurda a nuestro infortunio, ya que la única y principal es muy clara. Los culpables de cuanto le ocurre a Cataluña somos los catalanes. Los partidos que nos representaron, y nosotros que les indujimos a que lo hicieran tan mal. Y esto es todo. Si sirve de lección para el futuro, venga el dolor y su enseñanza. No lo rehusemos. Al contrario, aneguémonos en él, pues nada fortalece tanto como la amargura de la adversidad lúcidamente destilada hasta el fondo de sus propias entrañas. Un día saldremos de este negro pozo en que caímos. Pero que, en adelante, nos sirva esta clara lección: sólo podremos triunfar en España yendo todos los catalanes fuertemente unidos, como una irrompible falange, y además sólidamente abrazados con el mayor número posible de españoles hermanos.
Agustí Calvet, Gaziel. La clara lección, La Vanguardia. Sobre la fallida proclamació de la República Catalana del 1934.
¡Qué artículo tan fantástico! Y, lamentable (e insólitamente) tan actual que parece escrito esta misma mañana.
ResponElimina¿Qué diario de Catalunya lo publicaría hoy?
Susana Frouchtmann