Trabajan allí mucho, es verdad, pero vocean más que trabajan, valen, sí, pero sería un negocio redondo comprarles por lo que valen y venderles por lo que creen que valen. En la ciudad de Barcelona se cree uno a veces en un vastísimo arrabal de Tarascón, y se cree oír en catalán, lengua tan hermana de la lengua provenzal, el grito de combate de los buenos tarasconeses: fem du brut, es decir, hagamos ruido.
La especial megalomanía colectiva o social de que está enferma Barcelona les lleva a la obligada consecuencia de la megalomanía, a un delirio de persecuciones también colectivo y social. Y así hablan de odio a Cataluña, y se empeñan en ver a buena parte de los restantes españoles una ojeriza hacia ellos, hacia los catalanes más bien los barceloneses –estimándolo acaso hijo de envidia–. Y tal odio no existe. No existe el odio a Cataluña, ni a Barcelona, ni existe la envidia tampoco. Lo que hay es que los españoles de las demás regiones han estado constantemente ponderando y exaltando la laboriosidad e industriosidad de los catalanes –son los demás españoles los que han hecho el dicho de: «los catalanes de las piedras sacan panes»– y con esto les han recalentado y excitado esa nativa vanidad que con tanta fuerza arraiga y crece bajo el sol del Mediterráneo. Y esa vanidad, esa petulante jactancia y jactanciosa petulancia que se masca en el aire de Barcelona, hace que las gentes sencillas y modestas –el castellano, a vuelta de otros defectos, es sencillo y modesto hasta en su altivez–, al encontrarse en aquel ambiente de agresiva petulancia, se sientan heridas y molestas.
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Esta jactancia, atizada sin duda por adulaciones interesadas de forasteros, es compañera de un ensimismamiento pernicioso y fuente de toda clase de injusticias de juicio. Quéjanse con frecuencia los barceloneses, y en general los catalanes, de que en el resto de España no se les conoce y por falta de conocerlos se les juzga injustamente, lo cual es cierto; pero no es menos cierto, sino mucho más, que ellos conocen el resto de España peor aún que este los conoce a ellos, y que, por no conocerlo, lo juzgan mucho más injustamente, que el resto de España les juzga a ellos. He oído en Barcelona, y no a uno ni a dos, sino a varios, y a personas de ilustración y cultura, juicios tan peregrinos como disparatados respecto a Castilla y a la vida castellana; juicios tan exactos como los que en Europa se harían en el siglo XIII respecto al Catay.
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En esto hay que admirarlos. Llega un domingo –me decía el jefe de la policía barcelonesa–, se desparraman las familias por los alrededores –que son hermosísimos–, todo es fiesta y regocijo y, sin embargo, apenas se registran navajadas y hasta las borracheras son menos frecuentes que en otras grandes ciudades. Y al lado de esto una envidiable educación cívica en las masas, que les hace celebrar reuniones políticas, a veces de muchísima gente, como la que presencié en la plaza de Toros el domingo 21 de octubre de este año, en medio del mayor orden y del más pacífico entusiasmo. Entusiasmo más sensual que apasionado, más estético que poético –es decir, creativo–, entusiasmo que se vació en gran parte de un agitar pañuelos blancos, diciéndose para sí cada espectador: ¡Oh, qué hermoso! Y yo, al salir de aquel mitin monstruo, del que llamaron aplech de la protesta, iba parodiando a aquel sacerdote egipcio cuando habló a Solón de los griegos, diciéndome para mí mismo: ¡Ay, barceloneses, barceloneses, siempre seréis unos niños!
Si estas líneas caen bajo los ojos de algún barcelonés, sé qué dira: «No entiende la cosa; no se ha enterado; fue con prejuicios; ha visto visiones.»
Son frases que dicta la jactancia del ensimismamiento colectivo.
Barcelona, Miguel de Unamuno. 1902.
[foto: 3 de setembre del 2012. Seu de districte de Sarrià-Sant Gervasi]
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