Era Kalínych el hombre más alegre y más dulce del mundo; no cesaba de canturrear, miraba despreocupado a todos lados, gangueaba algo al hablar, y al sonreír guiñaba sus claros y azules ojos, acariciándose con frecuencia la barba rala en forma de cuña. Andaba sin prisa, pero a grandes zancadas, apoyándose ligeramente en un largo y fino bastón. No me dirigió la palabra en todo el día y me sirvió sin servilismo; pero a su señor le atendía como a un niño. Cuando el insoportable calor del mediodía nos obligó a buscar cobijo, nos llevó a su colmenar, en la espesura del bosque. Kalínych nos abrió su isba, adornada con manojos de secas y aromáticas hierbas, y nos acomodó en el recién cortado heno; él, por su parte, se cubrió la cabeza con una especie de saco con una redecilla, cogió un cuchillo, un tarro y un tizón y se encaminó al colmenar a cortar un panal para nosotros. Tomamos la transparente y tibia miel con agua de manantial y nos quedamos dormidos, arrullados por el monótono zumbido de las abejas y el gárrulo susurro del follaje.
Una ligera ráfaga de viento me despertó... Abrí los ojos y vi a Kalínych, que, sentado en el umbral de la entreabierta puerta, estaba tallando con el cuchillo una cuchara de madera.
Iván Turguénev, Memorias de un cazador.
Una ligera ráfaga de viento me despertó... Abrí los ojos y vi a Kalínych, que, sentado en el umbral de la entreabierta puerta, estaba tallando con el cuchillo una cuchara de madera.
Iván Turguénev, Memorias de un cazador.
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