Tras parar, también de forma repentina, se secaba las lágrimas, aspiraba profundamente y con satisfacción, se atragantaba unas veces más esperando una nueva avalancha, estiraba la mandíbula tensa y luego, segura de haberse tranquilizado por completo, me abrazaba: todo va bien, no tengas miedo, el temporal de risa ya ha pasado.
Poco después de la muerte de mi padre nos encontramos con unos amigos de la familia en una corta excursión. Ella estaba de luto, llevaba una falda estrecha y ropa incómoda para pasear por el bosque. Durante un paseo tranquilo de repente y sin motivo alguno respiró profundamente, se levantó la falda y echó a correr. Corría ágil, ligera, sujetándose la falda como una niña, corría sorprendentemente rápido, con el cuerpo enderezado hacia delante como si en ese momento, solo un poco más, unos pasos más, fuera a perforar aquella membrana interior. Cuando se paró jadeante, hizo un ademán indefinido con la mano, como si se secara las lágrimas y como si a la vez se disculpara.
Creo que a partir de ese momento empezó a envejecer.
Dubravka Ugresic, El museo de la Rendición Incondicional.
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