Ya en el libro I de la Política recordaba Aristóteles que el ser humano es un animal social, y no simplemente gregario, porque cuenta con el lógos, un término que significa a la vez "palabra" y "razón". A diferencia de los animales que están dotados solo de voz para expresar el placer y el dolor, las personas cuentan con la palabra, que las hace sociales, porque les permite deliberar conjuntamente sobre lo justo y lo injusto, sobre lo conveniente y lo dañino. Y esta —la palabra— es la base de la familia y la amistad; es base de la comunidad política, que congrega distintas familias y diversas etnias y se distingue de ellas porque tiende al bien común y debería esforzarse por alcanzarlo.
La palabra puesta en diálogo tiene por meta la comunicación entre las personas y para alcanzarla ha de tender un puente entre el hablante y el oyente o los oyentes. Un puente que, según acreditadas teorías, exige aceptar cuatro pretensiones de validez que el hablante eleva en la dimensión pragmática del lenguaje, lo quiera o no. Son la inteligibilidad de lo que se dice, la veracidad del hablante, la verdad de lo afirmado y la justicia de las normas. Si esas pretensiones se adulteran, no hay palabra comunicativa ni auténtico diálogo, sino violencia por otros medios, violencia por medios verbales: discurso manipulador, discursos del odio, que dinamitan los puentes de la comunicación y hacen imposible la vida democrática.
Poner el termómetro de estas cuatro pretensiones a los discursos que dominan nuestra vida compartida, a través de las redes sociales o de los medios de comunicación tradicionales es necesario para descubrir la densidad de nuestra calidad democrática, para saber si, a pesar de los pesares, nos queda la palabra.
[...] Siendo la inteligibilidad de lo dicho una pretensión difícil de satisfacer en la vida pública, más lo son las tres —veracidad, verdad y justicia— en tiempos en que se asume la posverdad no como una lacra que extirpar, sino como un instrumento para alcanzar objetivos individuales y grupales. La 'normalización' de la posverdad y de los bulos, el hecho de aceptarlos como un rasgo más de nuestra vida social y política, tendrá al menos dos nefastas consecuencias: pondrá fin a la vida democrática y conseguirá que ni siquiera nos quede la palabra.
[...]
El mecanismo es sencillo. Se trata de diseñar un marco de valores simple, esquemático, desde el que los oyentes puedan interpretar los acontecimientos y en el que solo juegan dos equipos, nosotros y ellos. No importa si hay dos partidos o veinte mil fragmentados, la ancestral contraposición amigo-enemigo sigue siendo rentable para dotar a la ciudadanía de una identidad, sea desde la presunta izquierda o desde la presunta derecha. La creciente polarización de la escena política y social hace que la competencia se exprese en emociones binarias de simpatía/antipatía ante discursos, conductas y símbolos, cuando el pluralismo político reclama, en palabras de Ignatieff, "respetar la diferencia entre un enemigo y un adversario. Un adversario es alguien al que quieres derrotar. Un enemigo es alguien al que tienes que destruir". Concebir la política como el juego de la guerra entre enemigos irreconciliables y contribuir a la polarización de la sociedad es lo más contrario a la busca del bien común, que es la meta por la que la política cobra legitimidad.
A todo ello se añade la profusión de prácticas que defienden la legitimidad de utilizar en el debate público términos con significados ambiguos o vacíos, pero con una connotación positiva para la ciudadanía; significantes que permiten construir identidades con narrativas emocionalmente atractivas, aunque nada tengan que ver con los hechos. Se apela entonces a palabras biensonantes, pero carentes de contenido, para que puedan utilizarlas a conveniencia del hablante. ¿Qué relación guarda todo esto con la veracidad y la verdad, propias del buen diálogo?
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