dimarts, 28 de desembre del 2021

Moras, ciruelas y albaricoques

Desde la casa de Dzhamílov hasta el palacio del kan se camina el tiempo suficiente para poder hartarse de las moras, ciruelas y albaricoques que crecen en las callejuelas o cuelgan de las ramas de los huertos particulares. Ante la entrada al palacio compramos mazorcas de maíz hervidas. Una vez mordisqueadas, las lanzamos a las cabras que pastan en el foso. Por el fondo fluye un arroyo apestoso con basura y restos de obra. Bebo agua de las fuentes de Bajchisarái. De los ciento diecinueve manantiales palaciegos solo funcionan dos.

El joven príncipe compra en la taquilla una entrada al palacio. Viene corriendo la directora, una rusa. Mustafá le presenta al príncipe:

-El propietario.

Visitamos la última mezquita de Crimea, el cementerio de los kanes, el harén y las caballerizas. Franqueamos angostas cancelas entre claustros. Mustafá y el príncipe dejan pasar primero a las mujeres. Es un comportamiento poco habitual entre los musulmanes; sin embargo, los dos lo hacen con naturalidad, por costumbre, pese a la educación tan distinta que han recibido. Al fin y al cabo, ¿qué tienen en común? ¿Qué puede tener en común un veinteañero adorno de los salones aristocráticos de Londres y doctorando en Filosofía en Oxford con un gulaguiano cincuentón que tan solo se graduó en la universidad de la amistad de los pueblos de la kátorga kolimiana?

El palacio es el único vestigio que se conserva de la cultura material de los tártaros. Lo han preservado con fines propagandísticos. Debía ser un monumento conmemorativo de la explotación feudal de los eslavos a manos de los descendientes de Gengis Kan.

Mustafá Dzhamílov me cuenta una historia que yo tomaba por divertida anécdota, pero la directora nos la confirma. A saber: en la época de Stalin, el departamento crimeano de la Academia de Ciencias de la URSS se comprometió a demostrar que Crimea era un antiguo territorio ruso. Los arqueólogos debían desenterrar vestigios de la cultura rusa de los siglos IV y V. Para lograrlo, los científicos se vieron obligados a enterrarlos primero.

La sala en que el kan recibía a los embajadores, equivalente a la sala del trono, es un lugar señalado. Los dos señores se descalzan, se escurren por debajo de la barrera de cuerda y se sientan en el mullido banco destinado al máximo mandatario. La corte aplaude encantada. Echo un vistazo al calzado huérfano. Los botines de charol del príncipe están hechos en la fábrica King's de Chelsea, y los toscos zapatos de Mustafá los fabrica Krasni Oktiabr en Járkov.


Jacek Hugo-Bader, En el valle del paraíso.




dimarts, 7 de desembre del 2021

A sleepwalker


 

1969: I had better tell you where I am, and why. I am sitting in a high-ceilinged room in the Royal Hawaiian Hotel in Honolulu watching the long translucent curtains billow in the trade wind and trying to put my life back together. My husband is here, and our daughter, age three. She is blonde and barefoot, a child of paradise in a frangipani lei, and she does not understand why she cannot go to the beach. She cannot go to the beach because there has been an earthquake in the Aleutians, 7.5 on the Richter scale, and a tidal wave is expected. In two or three minutes the wave, if there is one, will hit Midway Island, and we are awaiting word from Midway. My husband watches the television screen. I watch the curtains, and imagine the swell of the water.

The bulletin, when it comes, is a distinct anticlimax: Midway reports no unusual wave action. My husband switches off the television set and stares out the window. I avoid his eyes, and brush the baby’s hair. In the absence of a natural disaster we are left again to our own uneasy devices. We are here on this island in the middle of the Pacific in lieu of filing for divorce.

I tell you this not as aimless revelation but because I want you to know, as you read me, precisely who I am and where I am and what is on my mind. I want you to understand exactly what you are getting: you are getting a woman who for some time now has felt radically separated from most of the ideas that seem to interest people. You are getting a woman who somewhere along the line misplaced whatever slight faith she ever had in the social contract, in the meliorative principle, in the whole grand pattern of human endeavor. Quite often during the past several years I have felt myself a sleepwalker, moving through the world unconscious of the moment’s high issues, oblivious to its data, alert only to the stuff of bad dreams, the children burning in the locked car in the supermarket parking lot, the bike boys stripping down stolen cars on the captive cripple’s ranch, the freeway sniper who feels “real bad” about picking off the family of five, the hustlers, the insane, the cunning Okie faces that turn up in military investigations, the sullen lurkers in doorways, the lost children, all the ignorant armies jostling in the night. Acquaintances read The New York Times, and try to tell me the news of the world. I listen to call-in shows.

 Joan Didion, The White Album.