El joven príncipe compra en la taquilla una entrada al palacio. Viene corriendo la directora, una rusa. Mustafá le presenta al príncipe:
-El propietario.
Visitamos la última mezquita de Crimea, el cementerio de los kanes, el harén y las caballerizas. Franqueamos angostas cancelas entre claustros. Mustafá y el príncipe dejan pasar primero a las mujeres. Es un comportamiento poco habitual entre los musulmanes; sin embargo, los dos lo hacen con naturalidad, por costumbre, pese a la educación tan distinta que han recibido. Al fin y al cabo, ¿qué tienen en común? ¿Qué puede tener en común un veinteañero adorno de los salones aristocráticos de Londres y doctorando en Filosofía en Oxford con un gulaguiano cincuentón que tan solo se graduó en la universidad de la amistad de los pueblos de la kátorga kolimiana?
El palacio es el único vestigio que se conserva de la cultura material de los tártaros. Lo han preservado con fines propagandísticos. Debía ser un monumento conmemorativo de la explotación feudal de los eslavos a manos de los descendientes de Gengis Kan.
Mustafá Dzhamílov me cuenta una historia que yo tomaba por divertida anécdota, pero la directora nos la confirma. A saber: en la época de Stalin, el departamento crimeano de la Academia de Ciencias de la URSS se comprometió a demostrar que Crimea era un antiguo territorio ruso. Los arqueólogos debían desenterrar vestigios de la cultura rusa de los siglos IV y V. Para lograrlo, los científicos se vieron obligados a enterrarlos primero.
La sala en que el kan recibía a los embajadores, equivalente a la sala del trono, es un lugar señalado. Los dos señores se descalzan, se escurren por debajo de la barrera de cuerda y se sientan en el mullido banco destinado al máximo mandatario. La corte aplaude encantada. Echo un vistazo al calzado huérfano. Los botines de charol del príncipe están hechos en la fábrica King's de Chelsea, y los toscos zapatos de Mustafá los fabrica Krasni Oktiabr en Járkov.
Jacek Hugo-Bader, En el valle del paraíso.
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